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miércoles, 3 de junio de 2009

DE MI COSECHA

QUE FORTUNA VIVIR EN LA PAZ

Apenas era martes y ya me sentía agobiado por el trabajo y los problemas diarios, así que poco lo pensé para decirle a mi hijo si quería ir a dar un paseo cerca del mar, como se que le encanta y no se podría resistir, apenas cargamos algunas cosas, galletas, jugos, agua y nos subimos al jeep que igual que yo extrañaba un poco el paseo fuera del camino, lo bueno que vivimos en un ciudad donde no tenemos que ir muy lejos para obtener esa sensación de aventura, conecté apenas el GPS, todavía con luz de tarde ya de horario de verano y partimos rumbo al Comitán, entrando por el camino al cibnor, como a unos 15 kilómetros de esta hermosa capital, tomando el camino de terracería se comienza a poner la tarde, maravillosa con un aire tan fresco que fue suficiente para hacerme olvidar todos mis pesares, solo mi familia, el jeep, la naturaleza y yo, el sol despuntaba por encima de los altos cardones, dibujando una escena digna de cualquier cuadro, me dio alegría ver que en el GPS se perdía todo camino y solo marcaba nuestra posición en un punto en latitud y longitud, los que ya han paseado en un jeep por caminos sinuosos sabrán que de ellos se espera la seguridad y confianza de un vehiculo hecho para tener contacto con el suelo en que pisa, la velocidad en terracería es poca y no importa si es a 20 kilómetros por hora, pero llegar a donde nadie es la premisa; así que al llegar al camino que pasa por la orilla del mar, el andar fue lento, ese aroma a mangle, a humedad, a mar, es como una recarga de oxígeno y fuerza al cuerpo, mi hijo emocionado y alegre no para de hablar y de cantar, no cabe duda que le gusta la aventura, mi esposa feliz por compartir conmigo esa afición, vadeando subidas y bajadas, arroyos y piedras, el sol estaba a punto de meterse cuando decidí parar y contemplar absorto tan hermosa imagen, llegamos a la arena hasta donde el agua permite, el aire suave entraba de un lado a otro del vehículo jugando con el lindo cabello de mi esposa, los olores indescriptibles se agolpaban en mis sentidos, nos bajamos y el sonido del mar emitiendo su hermosa melodía acompañaba ese instante, de pronto allá a lo lejos la ciudad entre penumbra y brisa, se ve tan pacífica, tan apacible, escondiendo su frenético interior, del otro lado el paisaje más enternecedor, las siluetas que caminaban por la playa de mi esposa e hijo y el fondo de un magnífico atardecer, ese, ese tan peculiar de nuestra tierra, la brisa me trae sus risas, sus juegos, las platicas a veces inelegibles del pequeño, las explicaciones de su madre, abriendo sus ojos a nuevos conceptos, de los cuales hermoso, playa, cielo, atardecer y belleza se resumen en uno solo, “mi ciudad”, de pronto al colorearse el horizonte, el mar se apacigua, siendo apenas un murmullo su marea, removiendo suavemente la arena de la orilla, el silencio acompañado de los primeros ruidos nocturnos embruja tanto que parece envolver, las aves marinas surcan de vez en cuando el cielo y un pez presuroso salta rompiendo el espejo de agua en la bahía.

El aire se torna frío y después de quitar una plasta de arena de nuestros zapatos, nos subimos al jeep ya mojando sus llantas en la subida de marea, piso el estribo y veo con recogimiento la luna tímida, tan nueva que parece una uña prendida del cielo, las estrellas titilan alegres, inundando el cielo y reflejándose en el mar, todavía sentados hacemos plática mientras el niño bebe su imperdonable jugo, un trago de agua fresca deleita ricamente el paladar, los minutos pasan y sintiendo cerca el ruido de la marea enciendo el auto y saliendo del arenal con la tracción doble y de reversa, nos disponemos a regresar tan lento como se pueda, queriendo no abandonar tan hermosa noche, la luna no es suficiente para iluminar el camino y las estrellas se esconden un poco tras la suave brisa que comienza a levantarse del mar, enciendo todos los faros del jeep y alumbra eficientemente la brecha ya más húmeda y resbalosa en algunas partes por la marea, el silencio es tan profundo que parece “escucharse”, iluminando la cabina con la luz del dispositivo de posicionamiento global, el “mapa” como le dice mi hijo, nos indica el camino a seguir, de pronto entre la maleza un ave nocturna atraída por los faros revolotea causando sorpresa en nosotros y nos acompaña una parte del camino, me detengo en una pequeña loma cerca de la orilla para ver la ciudad a esas horas de la noche ya totalmente iluminada, continuando nuestro lento andar, sin preocupaciones, sin tener el tiempo medido, sin temor a nada, solo disfrutando de ese paseo entre semana, inesperadamente nos topamos con un pequeño grupo de vacas que disfrutando la noche y la soledad, mordisquean los arbustos muy pegados a la orilla del camino, deslumbradas un poco levantan la mirada y pasándoles tan cerca que podemos sentir su aliento, mi hijo las saluda, ahhh la inocencia de un niño, es así como de pronto y saliendo de entre el polvoriento camino nos encontramos con el asfalto de la carretera, mi hijo se pasa al asiento trasero y se dispone a dormir, nosotros con la alegría y liberados del estrés diario, relajados por aquel paseo nos acercamos entre pláticas y recuerdos, de cuando éramos niños, novios y ahora esposos, disfrutando de nuestra tierra al máximo, sin importar que sea lunes, martes o domingo, sin importar si es tarde o temprano, inculcando a nuestro pequeño el amor a su terruño, a esa “su ciudad”, “su mundo” como el dice, ahora ya metidos entre el tráfico no me importa si otros se apuran por llegar, nosotros hacemos de cada minuto una hora; finalmente y con conocimiento de causa les digo: “que fortuna vivir en La Paz”.

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