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lunes, 19 de septiembre de 2011

SISMO DEL 85, A 26 AÑOS DEL TERROR (recomendado leer hasta el final)

 

México, DF.- Durante 26 años, la cifra de muertos a causa de los sismos de 1985 fue simple especulación. Con su sistema de digitalización de actas, el Registro Civil de la Ciudad de México tiene el primer dato oficial: 3 mil 692 fallecimientos reportados el 19 de septiembre de ese año.
De cada caso existe un acta de defunción llenada a mano o en máquina de escribir de tipo mecánica, en formatos que se volvieron comunes para aminorar el trabajo del personal.
Los registros revelan que la mayoría de los muertos que fueron identificados, esto es mil 899, eran mujeres; mientras que mil 785 correspondieron a varones y en ocho actas adicionales los errores de captura impiden determinar el sexo de la persona.
Al hacer la revisión de las actas de ese tiempo, el personal del Registro Civil encontró que dentro de las 3 mil 692 defunciones hubo 309 en las cuales no se pudo establecer la identidad de la víctima porque su deceso fue inscrito con leyendas como: “sin nombre”, “recién nacido”, “niño o niña sin nombre” y “mujer desconocida”.
Leticia Bonifaz Alfonso, consejera Jurídica y de Servicios Legales del Gobierno capitalino, explica que aunque no se cuenta con cifras precisas sobre la cantidad de decesos se ha documentado, con actas de defunción, la muerte oficial de 3 mil 692 personas el primer día de temblor y 228 en la réplica del 20 de septiembre.
Apoyada en una gráfica en la que se observa la forma en que se dieron los fallecimientos en el mes de septiembre de 1985, la funcionaria comenta que mientras cada día en el Distrito Federal se reporta el deceso mínimo de 112 personas y el máximo de 160, el día 19 de ese año la cifra se disparó.
A pesar de los datos que se tienen sobre esto, Bonifaz asegura que “el número total de muertos va seguir siendo desconocido porque éstas son las cifras oficiales de quienes tuvieron un acta de defunción, pero hay personas o que vivían en cuartos de azotea o que estaban de paso por la ciudad; que estaban en las calles o en los hoteles que se cayeron, que no pudieron ser identificadas”.
Desde que se registraron los sismos del 19 y 20 de septiembre, los mensajes oficiales se han referido a pérdidas humanas, sin especificar cifras. El entonces presidente Miguel de la Madrid habló sólo de 3 mil 226 rescatados con vida.
Aún titular del entonces Departamento del Distrito Federal (DDF), Ramón Aguirre, sólo hacía estimaciones de 2 mil 500 decesos, mientras dirigentes de organizaciones que participaron en las tareas de reconstrucción y rescate consideraban que 25 mil personas habían sido enterradas en fosas comunes y otras tantas desparecieron entre los escombros.
El propio Jefe del Gobierno capitalino actual, Marcelo Ebrard, ha hablado sobre el fallecimiento oficial de 3 mil personas en los sismos de 1985, pero los registros periodísticos con declaraciones de funcionarios federales refieren entre 6 mil y 7 mil víctimas.
Incluso Wikipedia maneja información de que nunca se ha sabido el número exacto “debido a la censura impuesta por el gobierno de De la Madrid”, y aunque las autoridades han hablado de entre 5 y 10 mil muertos, la opinión pública considera que la cifra podría haber rebasado los 40 mil.
La Cruz Roja Mexicana consideraba, en 2010, que el sismo de 8.1 grados en la escala de Richter, ocurrido el 19 de septiembre de 1985, y el de 7.2 grados del día 20, habrían generado el deceso de 15 mil personas.
El salto tecnológico
Hace 26 años la emergencia que generaron los sismos hizo necesario que todos los defensores de oficio de la época fungieran como jueces del Registro Civil para atender la excesiva demanda que había para asentar los datos de cada cuerpo encontrado sin vida.
La consejera jurídica del Gobierno del DF, Leticia Bonifaz, dice que a la distancia todas las actas se encuentran digitalizadas en un sistema que está listo para atender una emergencia y cuya base de datos está resguardada.
Después de los sismos de 1985 los registros se hicieron de forma manual y mecánica, pero ahora las computadoras y el sistema satelital permitirían mover el Registro Civil de Arcos de Belén a cualquier punto de la ciudad para atender una catástrofe.
“En aquella época no había más que el propio Registro Civil con sus libros, con su sistema de entonces, y ahorita en caso de una emergencia nosotros podemos ir al sur de la ciudad, donde el suelo es obviamente más seguro… donde se determine”, afirma.


Del quinto patio al quinto piso
Por: HÉCTOR DE MAULEÓN

Los que nacieron más tarde no lo saben, pero existe un secreto que sólo los más viejos compartimos. Pocos acontecimientos históricos pueden ser fechados con tanta exactitud. En cosa de un minuto, entre las 7:19 y las 7:20 del 19 de septiembre de 1985, la Ciudad de México pasó de una era a otra.
Llegó el terremoto, el peor terremoto, y se esfumaron de golpe las cosas que habíamos visto siempre. El hotel Regis y el hotel Del Prado. El cine Roble. El Capri. La Taberna del Greco. El café Superleche. Los edificios A y C de los multifamiliares Juárez. El edificio Nuevo León. El Conalep. La secundaria número 3 Héroes de Chapultepec.
En poco más de 60 segundos, 12 mil 747 edificios dejaron de estar en su sitio o sufrieron graves daños. El 65% eran viviendas; unos mil 500, edificios públicos. Aquel jueves negro, deambular por la vieja Ciudad de México era atravesar un paisaje de ruinas, de muertos, de escombros. Era tocar con las manos la desolación.
En la colonia Roma pasé por la calle donde vivía un amigo: no pude reconocerla en medio del desastre. Una frase de Pedro Miret, escrita al poco tiempo, aparece llena de significados: “Los recuerdos de mis hijas comienzan donde los míos terminan”. Una generación perdió, con el terremoto, sus lugares entrañables, los sitios de su memoria: sus referentes urbanos.
Tal vez exista otra cosa que quienes nacieron después del sismo también ignoran: la ciudad, tal y como hoy la conocemos, comenzó a gestarse ocho días después del 19 de septiembre, el día en que los damnificados hicieron su primera marcha. Miles de personas que vociferaban, desquiciaron por primera vez el ritmo urbano.
Si el primer legado del terremoto consistió en hacer que la gente saliera corriendo a la calle, el segundo fue que la calle no volviera a ser abandonada jamás. Las marchas, los mítines, los plantones, fueron la respuesta ante la parálisis de la maquinaria priísta.
El terremoto hizo que las calles, expropiadas por el partido hegemónico como espacios de autocelebración (sólo eran usadas para emitir discursos, realizar desfiles, hacer la conmemoración de gestas, con plazas atiborradas por las “fuerzas vivas”), se convirtieran desde entonces en foro permanente de reclamos cotidianos.
De los escombros surgieron las víctimas del temblor, y también los políticos que capitalizaron sus demandas: 25 organizaciones vecinales (de la Nueva Tenochtitlán a la Coordinadora de Cuartos de Azotea de Tlatelolco) y 29 líderes y activistas sociales encargados de gestionar sus reclamos. Entre las figuras que debemos al terremoto hay una fijada con ligas en el anecdotario político nacional: se llama René Bejarano.
El 2 de octubre de 1985, el presidente Miguel de la Madrid recibió en Los Pinos a los damnificados y puso en marcha un agresivo programa de reconstrucción. Muchos no lo saben –y otros lo hemos olvidado–, pero el encargado de llevarlo a cabo fue el arquitecto Guillermo Carrillo Arena, el mismo funcionario que había autorizado gran parte de las obras públicas que durante el terremoto se habían desvanecido como “carrillos de arena”.
Eduardo Lizalde postula, en un poema, que después del temblor surgió una tercera Tenochtitlán. La primera la fundaron los aztecas. La segunda la levantó Hernán Cortés. La tercera tuvimos que refundarla sobre las piedras que dejó el 85.
En sólo cuatro años –del año del temblor a 1989–, la capital de país vio nacer 90 mil viviendas de interés social. La ciudad pasó del quinto patio al quinto piso: de la vecindad que había caracterizado los barrios más golpeados por el terremoto, a la ciudad en la que el hacinamiento se mide de manera vertical, en unidades formadas por miles de departamentos.
Hay un secreto que los viejos intentamos ocultar. Los jóvenes no lo saben pero, después del terremoto, la ciudad perdió su alma.


Los fantasmas del Regis
Por: RAFAEL PÉREZ GAY

En otra página he escrito que somos las ciudades que hemos perdido. Una de ellas se perdió la mañana del 19 de septiembre de 1985. Algo de esa ciudad de polvo y muerte, fantasmas y edificios derruidos, nos espera en algún lugar de la memoria. De todas las estampas trágicas del terremoto, la del Regis congrega como ninguna otra el final de una ciudad.
Un símbolo del Porfiriato, inaugurado en 1910 durante las fiestas del Centenario, en ese edificio estuvieron las oficinas del periódico “El Imparcial”, que fundó Rafael Reyes Espíndola. Ahí empezó una época del periodismo mexicano. Años después se convirtió en hotel. En el año convulso de 1928, en uno de sus salones, Plutarco Elías Calles tensó lo hilos para que de ese sitio saliera Emilio Portes Gil como presidente interino de México.
Aquella reunión fue un vaticinio, el Regis se convirtió en símbolo de la ciudad después de la guerra civil, un mundo hechizado por la fama, el éxito.
Entre los fantasmas que huyeron de la catástrofe se cuentan María Félix, Jorge Negrete, Pedro Vargas.
Mis padres me contaron que en el “Capri”, un centro nocturno adosado a la magia del Regis, Agustín Lara le cantaba en las noches al olvido y al dolor. Un trozo del modernismo se esfumó entre las luces rojas de ese cabaret cuando “El Flaco de Oro” lograba raras metáforas sobre el amor perdido. Si alguien me preguntara por un emblema de la ciudad de mi infancia, contestaría sin dudar que la marquesina donde aparecía el nombre Olga Guillot. La voz que nos torturó con el quiebre de sus emociones era una eternidad en el pabellón del “Capri”. Los cronistas de la época nos han heredado la imagen, no sé si cierta, de Carlos Fuentes y Octavio Paz sentados en la cafetería de la farmacia Regis, frente a la avenida Juárez, el hotel Del Prado.
Estuve frente a los derribos del Regis la mañana del 20 de septiembre, una ciudad y su memoria se desvanecían para siempre. Recuerdo el extraño orden de los escombros, como si el director de producción de una película hubiera depositado las letras del Regis entre los restos del edificio. Más tarde quise caminar por San Juan de Letrán, pero el Ejército había cerrado la calle. Miré en dirección de Salto del Agua, el polvo volvía imposible la visión. ¿Qué era ahí?, una pregunta que nos hicimos todos los habitantes de la Ciudad de México el jueves 19 y el viernes 20 de septiembre de 1985.
Entre Francisco y I. Madero y 16 de Septiembre, la construcción que un día fue el antiguo Convento de San Francisco perdió la estructura, sólo quedó en pie una crujía delantera que se construyó sobre una capilla del siglo 18, como cuando el pasado juzga a su futuro.
La noche anterior, horas después del terremoto, caminé por las calles oscuras de la colonia Roma y entre los jirones al aire de los edificios derruidos. Recuerdo que tardé unos segundos en reconocer que estaba frente a los escombros del multifamiliar Juárez, la obra que levantó Mario Pani en 1952. Ahí estaba, regado en el piso, el sueño funcionalista de la ciudad, un sueño roto, quebrado. Más adelante, el Hospital General en ruinas.
Sin referencias urbanas, pasé frente a los Televiteatros (hoy Centro Cultural Telmex) sin darme cuenta de que habían desaparecido. El sismo se llevó una parte de la colonia Roma que conocimos, no la más antigua, porfiriana, de casas art déco y construcciones estilo californiano, sino la otra, la de los edificios que tomaron el lugar de las viejas edificaciones del siglo 20 que subía el telón y se abría paso hacia el futuro.
La noche del sismo en las calles se respiraba gas, la garganta picaba, los ojos ardían. Se sabía que en el estadio de beisbol del Seguro Socialse apilaban los cadáveres y se ordenaban los cuerpos para su reconocimiento.

FUENTE: PERIODICO ZOCALO SALTILLO.